3.02.2006

Paul loves Siri loves Paul

“Disculpe, señor, ¿le puedo pedir que pose unos minutos? Las fotos son para una revista”, dijo en un inglés elemental, con las manos juntas sobre la cámara y su cuerpo moviéndose como en una plegaria.

“¿Cuál revista?”

El fotógrafo contestó una palabra inentendible, seguida de un silencio incómodo de unos cuatro segundos. Alguna gente de la primera fila se rió.

Es de Japón, agregó, esperando que al menos fuera normal no entender nada. Su cuerpo seguía haciendo el mismo péndulo.

“OK, sólo un par”, contestó, al tiempo que giró la cabeza hacia Siri, su esposa. “No me demoro”, le dijo.

Segundos después, el pito de un flash cargándose llegaba desde otra habitación. De lejos, se oía la voz profunda y pausada de Paul Auster. Eran casi las 7:15 de la noche del 16 de febrero y las calles de Park Slope estaban desoladas, aún con rastros de la gran nevada.

Auster regresó después de un par de minutos y se sentó a la izquierda de Siri, junto a una mesa que estaba llena de libros de los dos.

Llegó a la mitad de la conversación entre ella y la librera, amiga de ellos hace más de una década, y la voz de Auster resaltaba entre las de ellas. Yo estaba lejos, pero pude entender varias palabras que él decía: Melville, Dickens, Wilde...

A las 7:18 Auster le dijo a la librera, para que todos oyéramos, que más valía empezar. “La verdad, no creo que venga más gente”. Además del espacio para espectadores de pie, había 64 sillas en el lugar. Más de la mitad estaban vacías.

La librera se acercó y les dijo algo, y ellos se pararon y fueron al segundo piso a esperar. “Las puertas se abrían a las 7 pero la lectura empezaba a las 7:30, creo que hubo un error en la programación”, dijo.

Yo aproveché los 12 minutos para mirar algunos de los libros. Casi todos los de Auster los tenía, y no conocía ninguno de Siri. Me llamó la atención A Plea for Eros, leí la contratapa y lo compré. Me senté, leí varias líneas y luego sonó la madera del piso de arriba mientras ellos se acercaban, bajaban la escalera y regresaban a sus puestos. La presentación la hizo la librera.

Dijo que era amiga de Paul y de Siri hace mucho tiempo y que Brooklyn es como una gran casa, en la que cada edificio es una habitación independiente. Y todos son una gran familia. Al menos, fue breve.

A las 7:33, Siri se paró frente al micrófono y leyó del libro que yo acababa de comprar, que resultó ser su más reciente. Llevaba unas gafas rectangulares y su voz era agradable y un poco suave. Cuando usaba palabras en francés, las leía sin acento.

Durante los 27 minutos que leyó, Auster no le quitó los ojos de encima ni dejó de jugar con el marco de sus lentes, entre los dedos de su mano derecha. Cuando ella imitó a W.C. Fields -uno de los personajes del ensayo que estaba leyendo-, él fue el único que se rió.

Un celular sonó a las 7:55. Durante todas las 7:55. Ella no paró y en algún momento dijo Espero que no sea mi teléfono. Tal vez sí era.

A las 8 en punto, cambiaron de puestos. Él la quiso besar en la boca en medio del aplauso de los poco más de 40 asistentes, pero falló.

Nathan Glass y su sobrino Tom Wood discutían sobre literatura y sobre el oficio de escribir en el capítulo de The Brooklyn Follies que Auster leyó. No hubiera necesitado el micrófono, pero a pesar de la amplificación su voz no perdió calidez.

Siri no lo miraba a los ojos y cerraba los suyos, como si le quedara más fácil imaginarse a su esposo. Como si estuviera oyendo una grabación.

Al final, le acerqué a Siri su libro y me lo firmó, así como Auster puso su nombre en la copia de La música del azar que yo llevé en mi maleta.

Salí casi de último, mientras una mujer bonita empezaba a recoger las 64 sillas. Afuera, el viento olía a agua fría.


1 comment:

elpatojo said...

Envidiable, seguramente. Leo entre tus cosas y muchas de ellas las imagino como mías. Gracias por compartir.