7.09.2007

Airborne

Estos sí que son unos lugares fantásticos -- pensé. Todas esas lucesitas rojas, separadas no-sé-cuántos metros del piso y que los pilotos saben leer como si fueran notas en un pentagrama invisible. Letras negras en cajitas amarillas y letras amarillas en cajitas negras y cada una significa algo que no sé, algo que es un secreto entre ellos.

Y después, poco después, estamos volando. Mis oídos se tapan y miro por la ventana y abajo parece un pesebre gigante, hasta que miro más lejos y está el Empire, grandote, con su punta hoy verde, quién sabe, tal vez es el día mundial de la marihuana o el de la esperanza. Y cada vez hay menos luces abajo y a veces aparece una mancha iluminada, verde también, que es un diamante de béisbol o un campo de fútbol o de football. Tal vez la punta del Empire está verde porque es el día mundial del fútbol.

Llega entonces ese momento del vuelo -siempre es igual- en el que hay un silencio de iglesia vacía, las turbinas se detienen, el avión se queda quieto y yo pienso esta vez no me salvé, y miro alrededor para ver quiénes eligieron sin saberlo venir a morir acá, gente que nunca conocí y que por azar va a estar conmigo en una lista de nombres de gente muerta, un hombre o una mujer de apellido Cooper o Bustamante con su nombre junto al mío, en una página de la primera sección del diario, justo a la derecha del aviso comercial de una compañía de seguros.

Pero no, parece que esta vez tampoco muero, el avión se mueve, lejos, cada vez más lejos del pesebre y del Empire, que ahora parece una lucesita verde, muy lejana, a no-sé-cuántos metros del piso.

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